Ya sea echar un chorrito de limón al pescado frito, o ponerle unas rodajitas encima cuando lo metemos al horno, el limón siempre ha sido un buen acompañante del pescado, y la explicación es muy antigua, aunque poco glamurosa.
Desde que se saca un pez del agua, comienza un proceso de degradación que terminará por convertirlo en un maloliente pescado podrido. Durante este proceso, en el que cada segundo cuenta, unas sustancias llamadas aminas presentes en el pez, reaccionan produciendo amoníaco. Por lo que el olor a amoníaco es característico cuando está poco fresco o pasado, y lo mismo es válido para el marisco.
En la antigüedad, los pescadores descubrieron la forma para evitar este olor: el limón. El limón contiene ácido cítrico y aunque ellos no lo sabían en detalle, si a una amina se le añade un ácido, se transforma en amida, que es más estable y no produce amoníaco, con lo que se puede enmascarar el olor y hacer pasar el pescado o marisco, como recién cogido.
Con el tiempo, el hombre se acostumbró al sabor conjunto de pescado y limón, o marisco y limón, hasta considerarlo una buena combinación.