A lo largo de la historia ha habido algunas condenas a muerte un tanto curiosas, como por ejemplo aquella en la que se condenó a Dios, o la que se castigó a un río a la pena capital. Esta última la dictó el rey persa Ciro II el Grande, cuya víctima fue el río Diyala, situado entre Irak e Irán.
En sus crónicas, el historiador griego Heródoto de Halicarnaso, narra como Ciro II estaba conquistando el este de Europa y muchos territorios de Oriente, cuando llegando a Babilonia se encontró con el río Diyala, el cual le cortaba el paso a la ciudad. Antes de atravesarlo, uno de sus caballos se lanzó al agua y murió ahogado. Ciro, enfurecido, vio este gesto como un desafío a su poder, por lo que condenó a morir al río. El rey dictaminó que Diyala moriría, según lo narra Heródoto, “pobre y desvalido que hasta las mujeres podrán cruzarlo sin que les llegue el agua a las rodillas”.
El rey construyó una gran cantidad de acequias, haciendo que el río se dividiera, y cuando pasaron varios meses, esas acequias se transformaron en muchos canales lo que provocó que el río Diyala se desangrara. Con el paso del tiempo el río recuperó su cauce, por lo que se podría decir que la Naturaleza revocó su sentencia a muerte.